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Al igual que su madre solía llamar a Granada la ciudad blanca, por la nieve que hasta ella derramaba la sierra y lo mucho que ambas gustaban de pasear cada recodo de esos senderos, ebrios de palidez, cada vez que llegaba la invernada. Ahora solo podía hacerlo sola, o quizás era lo único que le merecía ya la pena. Las garras de ese invierno tan oscuro se llevaron a su madre lejos, dejando tan solo el frío, y consideraba terriblemente ingrato compartir aquello con nadie más.


El vínculo que tenían, era, bueno… como los erizos. Desde que comenzó la carrera se dedicaba a relacionar todo cuanto estaba a su alcance con el famoso dilema de Arthur Schopenhauer. También definió así la relación con su madre. Ambas sabían perfectamente cuándo era el tiempo de ser el erizo que elegía morir de frío, enarbolar la bandera del orgullo sin compartir café, palabra o porqué; y cuándo era el tiempo de disfrazarse del erizo que necesitaba el calor y elegía morir de dolor. Entonces, cercanas en demasía, despiertas y desgarradas en discusiones vehementes, se clavaban las púas una a otra desangrándose de pura vida.


Tal era su obsesión con esos animales que realizó su tesis doctoral sobre la biología y comportamiento de los mismos. Y con más arrojo desde el día fatal, su único cometido era caminar por la nieve, retrocediendo a la infancia, recitando en susurros aquella eterna parábola.


Ese invierno frío, más frío del que nadie hoy pueda recordar, tiñó la ciudad blanca de negro con el polen de la enfermedad. Los más sensatos se protegían de este cubriendo sus bocas; los que menos, cubrían sus ojos. Como más tarde supo, la madre cayó presa de ese mal. Enfermó de forma tan súbita y voraz que ni siquiera pudo despedirse de su hija, la cual, atormentada y más obcecada que nunca en el país de las púas y las distancias, subía día tras día hasta la sierra a emprender su desfile bajo cero. Golpe y nostalgia, a veces llanto, otras suspiro, comprendió que la vida no camina hacia atrás. No quedaba patria a la que escapar. Tan acertada y acorralada se supo que se avivaron las llamas del frío y sintió la vida de usar y tirar.


Días antes de Navidad comenzó a observar la mella de la tristeza y la ansiedad en su complexión. En el mapa de huellas que esbozaba sobre la helada observó mechones de su cabello, que se desprendían como si fuese lo natural. Palpaba el frío, frío, siempre frío, un frío impetuoso que la arrastraba hacia ninguna parte. Caída la noche al llegar a casa, era incapaz de comer más de un par de piezas de fruta o verdura y de cerrar los ojos.
En la mañana del 24 de diciembre no consiguió salir de la cama. Sus ojos cegados, sin motivo aparente, evitaban el sol a toda costa. Así, esa misma noche, carente de luz y compromiso, subió al coche y, de nuevo, se hizo al monte. Caminó y caminó bajo un diluvio de mil guiños celestiales hasta que no pudo más; hasta que los dedos de las manos, envueltos en lana, quedaron sin sensibilidad; hasta que la rubia tez de su cara se desgañitó bermellón; hasta el crujir de sus rodillas al abatirse arqueadas. Y cautiva de un frío ufano se hizo un ovillo allí mismo, sobre el manto de hielo, sumergiendo la cabeza entre sus piernas y respirando muy fuerte.


Cuando el tenue sol del día de Navidad fue a despertarla solo encontró un montículo de pelo y ropa invernal, bajo el cual asomó con cautela un pequeño erizo, moviendo la nariz de un lado a otro, que se abrió camino entre la nieve como si esta le quemase. Y se cuenta que un lugareño lo vio alejarse a toda prisa, se acercó hasta el sitio y, extrañado, observó que aquello de entre lo que escapó era la ropa y pertenencias de la mujer, de la que no quedó otro rastro, más que su coche inerte.


Investigado el caso a raudales y sin explicación coherente alguna se hizo famoso entre las gentes del lugar, y terminó por convertirse en una de esas dudosas leyendas con múltiples versiones. La más extendida fue, curiosamente, la más parecida a la realidad, la de la mujer que, desconsolada al no hallar la distancia óptima con los seres más queridos, terminó perdiéndolos y convirtiéndose en erizo para semejarse a ellos. Otra de las interpretaciones añade, además, que quien sube en Nochebuena a Sierra Nevada y camina lo suficiente, terminará por encontrarla guardada de un corro de esas criaturas. Sin rezo ni temblor estará situada entre ellas con detalle y estrategia, descubierta al fin esa distancia que nos salve. Sin sufrir el dolor desnudo de las espinas y sin sentir demasiado el frío.
Como los erizos.


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